martes, 9 de febrero de 2010

NEW YORK


He necesitado visitar dos veces la ciudad para darme cuenta de la existencia de este hermoso edificio cuya sola contemplación proporciona una infinita calma en un entorno tan bullicioso.

Porque, aunque no lo parezca, se trata de Nueva York, en agosto. Concretamente, Manhattan. Sí, sí, rascacielos, gente y prisas a espaldas de la fotografía.

Es uno de los muchos embarcaderos del puerto, en este caso el situado en Battery Park justo al lado del punto de salida de los ferrys que visitan la Estatua de la Libertad y la isla de Ellis, y estoy segura de que, como ha a mí, ha pasado desapercibido a muchas personas que han pasado justo al lado, pero con la mirada fija en la “primera dama” de la ciudad.

No he sido verdaderamente consciente de ello hasta contemplar repetidas veces la fotografía pero no puedo dejar de preguntarme cuantos mágicos rincones me he perdido haciendo más caso a una guía de viaje que a mis ganas de callejear.

lunes, 11 de enero de 2010

CHILE

Es complicado explicar nuestro viaje a Chile.
Por donde empezar, ¿por su naturaleza o por su gente?
Bien simple pensarán aquellos que no conocen el país. Pero, ..... piensen por un momento ....... en lo que respecta a su naturaleza,
¿empezamos por el ardiente Atacama, el desierto más seco del mundo, o por los gélidos glaciares del sur?
¿por los siempre humeantes, aunque no siempre visibles geíseres del Tatio o por la ahora apagada y siempre arisca Tierra de Fuego?
¿por el desolado Valle de la Luna o por los fértiles valles del centro?
¿por la silenciosa Región de los Lagos o por el intrincado Estrecho de Magallanes?
¿por la majestuosa cordillera de los Andes o por el impresionante Océano Pacífico?
¿por su capital, Santiago, por la ciudad de Puerto Natales, o por el pueblo de Hornopirén?

En cuanto a su gente,
¿prefieren saber primero de los fieros araucanos del centro o de los incas del norte que intentaron, sin éxito, desplazarlos de su territorio?
¿de estos últimos o de los primeros españoles que, al mando de Pedro de Valdivia, lo consiguieron?
¿prefieren conocer a aquellos españoles o a los descendientes de todos ellos, araucanos, incas y españoles, que lucharon valientemente contra la dictadura del general Pinochet?
y, ¿a esos chilenos o a los que, hace años, luchan por olvidar y hacer olvidar aquella etapa de su historia y de su vida, a fuerza de una bondad y de un cariño que no dudan en derrochar?

Ya ven que no es fácil. A lo largo de sus casi 5000 km, la limpieza de su cielo solo es comparable a la transparencia de sus gentes y la generosidad del medio a la calidez de las personas.

Pocos países pueden presumir de una naturaleza tan extrema como maravillosa al tiempo que de una gente tan sencilla como entrañable, y dado que su grandeza impide que las palabras alcancen y las imágenes le hagan justicia, solo me queda recurrir a un tópico que en este caso encuentro más que justificado: HAY QUE VIVIRLO!

lunes, 4 de enero de 2010

MADAGASCAR

¡Madagascar!

¿Había escuchado bien? ¿Realmente el que dentro de unos meses se convertiría en mi marido, había sugerido que podíamos pasar la luna de miel en Madagascar?

Pues sí, había oído bien y, a pesar de la expresión de mi cara y de los interrogantes técnicos y emocionales que se agolpaban en mi cabeza, solo un pequeño detalle me preocupaba, algo que evidentemente, no iba admitir delante de él: ¿dónde demonios estaba Madagascar?

Había conocido a Javier un par de años antes, después de salir de una larga relación con alguien para quien la definición de viajar era llegar a un pequeño pueblo de Castilla. La de turismo de aventura correr los toros durante tres días en las fiestas de San Roque.

Pero ... Madagascar? Claro que sabía que existía pero no iba a admitir que no tenía ni idea de donde situarlo en el mapa. En definitiva, no estaba dispuesta a demostrar mi ignorancia ante un hombre del que admiraba muchas cosas, entre ellas su inteligencia.

- Síííííííííííííí! – contesté verdaderamente ilusionada, con la mirada encendida
- ¿Qué sabes de Madagascar? – pregunté, acto seguido, en un alarde de rapidez mental por mi parte.
- Bueno ..... – Javier es de muy pocas palabras – se trata de una gran isla situada al este del continente africano, a la altura de Mozambique – me contestó con una sonrisa con la que me quería dar a entender que lo que me había dicho yo ya lo sabía (ingenuo!) pero que, con vistas a un viaje de esa magnitud, realmente no sabía nada más.

Claro! Clarísimo! Mozambique! Por si no tenia bastante con Madagascar, ahora tenía que situar Mozambique. Menos mal que me había dado pistas. En aquel momento de mi vida podía situar en el mapa cualquier país de Europa y de Latinoamérica y por supuesto conocía el nombre de la mayor parte de los países que componían el resto de continentes pero de ahí a situarlos en el mapa .....

En tres meses no solo situé Madagascar en el mundo sino que además me leí de cabo a rabo la única guía que entonces encontramos y que para mayor complicación estaba en francés. A través de la librería donde la compramos, entramos en contacto con una pareja que había estado allí el año anterior y que nos tranquilizaron con respecto a la situación política de un país que los medios de comunicación nunca mencionan. Sus fotografías, sus explicaciones y su entusiasmo avivaron definitivamente el deseo: viajaríamos a Madagascar.

Siguiendo sus sabios consejos, preparamos un ligero equipaje. En cuanto a ropa, llevábamos cada uno dos pares de tejanos, tres camisetas, un chubasquero, un traje de baño y algo de ropa interior, todo viejo y muy gastado, por supuesto. No sé si solo es cosa de las películas pero es lógico que todas las novias preparen para su luna de miel su mejor lencería. La mía constituía un antídoto contra la lujuria.

Un peine, varias mini pastillas de jabón, un pequeño bote de champú y un clip para el pelo se ocuparían de nuestro aseo personal. Nada de cremas, maquillaje, ni por supuesto, joyas. Eso sí, nuestro botiquín era un derroche de previsión: esparadrapo, vendas, yodo, suero oral, analgésicos, antiinflamatorios, antibióticos, pastillas para la malaria, pastillas para potabilizar el agua y mucha, mucha protección solar. Todo eso sin contar las múltiples vacunas que llevábamos ya puestas: tétanos, tifus, rabia, hepatitis. Evidentemente nos pasamos. Pero era nuestra primera experiencia y todo nos parecía poco para prever cualquier contratiempo.

Al tiempo que se acercaba el tan ansiado momento, el entusiasmo de Javier por tan arriesgada aventura disminuía. Incluso llegó a dudar seriamente y en voz alta. Pero yo ya estaba decidida. Hasta entonces, para mí, viajar era algo que solo había hecho con la imaginación, a través de la lectura. Soñaba con ellos sin expectativas, como si esos viajes nunca fueran a estar a mi alcance, pero sin impaciencia, segura al mismo tiempo de que algún día los realizaría.

Aún así, tuve un primer momento “bajo”. Fue justo al pasar el control de equipajes en el aeropuerto de Barcelona. Volví la vista atrás para decir adiós, todavía alegremente, a toda mi familia que había acudido a despedirnos y al perderlos de vista me sentí realmente sola. El problema es que expresé en voz alta ese sentimiento. Años después mi marido me confesaría que no le ayudó precisamente mi franqueza. A fin de cuentas, ¡nos acabábamos de casar! ¡Empezábamos una nueva vida juntos! Pero yo no pude evitar el sentir que, a partir de ese momento, cualquier cosa que pasara dependería solo de nosotros y que no contaría con el apoyo y la ayuda de aquellos que siempre había tenido al lado. De alguna manera fui consciente de que no solo empezaba una gran viaje sino una gran aventura: la de mi propia vida.

Así que, con mucha teoría y poca práctica, tres días después de casarnos, aterrizamos en Antananarivo, la capital de Madagascar.

Pese a nuestra ilusión, las primeras horas en el país nos llevaron a pensar que tres semanas allí serían una eternidad. Las facciones de la gente, atractiva mezcla de las diferentes razas que desde hace siglos han habitado la isla, nos infundieron recelo, mientras que los suburbios de la capital, paso obligado desde el aeropuerto, nos revelaron un grado de miseria de la que la guía no hablaba.

Diez minutos de paseo por los alrededores del hotel - por cierto, en pleno centro de la capital - fueron suficientes para acabar de hundir nuestro ánimo y cuestionarnos si al día siguiente iniciábamos el recorrido por el país, tal como habíamos previsto o, por el contrario, buscábamos la oficina de Air France más cercana para tratar de regresar de inmediato a casa.

Poner un pie en la calle suponía encontrarse al momento rodeado de niños mocosos y harapientos que no sabíamos de donde salían pero que nos estiraban de la ropa en su afán por recibir algo de nosotros. Alguien se apiadó de nuestra situación y gritó a los niños para que nos dejaran en paz. Evidentemente, eso no nos hizo sentir mejor. Sabíamos que estábamos en uno de los países más pobres del mundo pero no estábamos preparados para ello.

Tras los cristales del bar de hotel contemplamos aquella calle en silencio durante un par de horas con el corazón encogido tanto por los niños como por nosotros. Pensar en los niños nos causaba dolor. Pensar en nosotros, nos hacía sentir egoístas. Nuestros sentimientos en aquel momento solo se podían describir con una palabra: impotencia, así que excusándonos con nosotros mismos en el cansancio que las horas de viaje nos habían causado, nos fuimos a la cama.

Tal como estaba previsto, al día siguiente, regresamos al aeropuerto para tomar un vuelo que nos llevaría directamente a Sambava. Cuando nos levantamos, aún era de noche y los pastores que, garrote en mano, acompañaban una manada de cebús que se cruzaron con nuestro taxi en la carretera casi hacen que me de un infarto pensando que nos iban a atracar.

La vista de la playa de Sambava desde el avión en el momento del aterrizaje tuvo la virtud de elevar mi ánimo. Hasta entonces una imagen como aquella solo había existido en mi imaginación. ¿Era la primera playa que pisó Colón al descubrir América o tal vez se trataba del refugio de Sandokan y los tigres de Montpracen?. Hasta entonces, nunca había visto una expresión tan exultante de la naturaleza.

Pese a nuestra desconfianza, conseguimos un alojamiento más que decente en un bungalow a orillas del Indico que, pese a tener pocos metros cuadrados examinamos hasta el último milímetro tratando de despistar el desánimo que nos invadía a medida que se acercaba el momento de “disfrutar” del lugar.

Empecé a darme cuenta de que Javier estaba bastante desanimado así que, sin ser consciente, tome las riendas del asunto.

- Tenemos dos opciones – le dije - salir, enfrentarnos al país y asumirlo o pasarnos las vacaciones escondiéndonos de alojamiento en alojamiento. Si no hemos de estar bien aquí, quiero saberlo ya.

Y salimos. Sambava tiene una sola calle a cuyos lados se alinean vivienda y comercio. La vida bullía a mi alrededor y aunque nos miraban con extrañeza, y algunos grupos de ñiños interrumpieron sus juegos para gritarnos “vazaa” (forasteros), nadie se acercó a nosotros. Cuando llegamos al final de la calle mi corazón ya era malgache. Me había enamorado de ese país y ansiaba conocer a su gente. Lentamente iniciamos el camino de regreso, mi marido todavía receloso, pero yo dispuesta a integrarme todo lo que se me permitiese. Compramos galletas, chocolate y agua, y pasamos un rato en la oficina de correos tratando de hacerle entender al único “funcionario” que queríamos hablar con España. Por su aspecto, habíamos interrumpido su sueño. Nos recibió bastante malhumorado con unos pantalones que, tiempo atrás, debían haber sido de color arena, atados con una cuerda y una camiseta de tirantes blanca manchada no solo de sudor. Ni siquiera me importó demasiado no poder hablar con la familia y después de casi una hora intentándolo nos despedimos. Hasta compartimos un taxi, apretujaditos entre otra gente, para recorrer un trayecto que podríamos perfectamente haber hecho caminando.

Pasamos tres días inolvidables en aquel pueblo de una sola calle, cuyo nombre hace referencia a la desembocadura conjunta de dos ríos que es todo un espectáculo.

Conocimos a Ismael, que nos llevó en un coche prestado a Andapa, una población cercana y nos hizo de guía cobrándonos tanto por ello que, de vuelta a Sambava todos se dirigían a él tratandole de “voleur” (ladrón). Hablamos de 20 euros.

Conocimos a Roseanne, la chica que nos servia el desayuno por las mañanas con un escarabajo del tamaño de un puño enganchado en su hombro como quien lleva un enorme pin y que reía con ganas al verme la cara de espanto.

Y conocimos a una ingenua prostituta que se dedicaba a acompañar a aquellos hombres que, por motivos de trabajo, viajan a la capital y “se perdían” por algunos días para “descansar” en aquellas idílicas playas. Decía que sus mejores clientes siempre habían sido los españoles porque, a pesar de ser los más pobres (generalmente, pescadores de atún), eran los más alegres y los que lo compartían todo.

Así que cuando llegó el momento de continuar ruta, resultó que estábamos tan integrados en aquel pueblo al que con tanta reticencia habíamos llegado, que hasta nos saludaban nada más salir a la calle!.

De Sambava, nos fuimos a Antsiranana o Diego Suarez, de allí a Hankify y de Hankify a Nosy Bé. Nuestra llegada a cada una de esas ciudades estuvo llena de ilusión y en justa correspondencia ninguna nos defraudó. Lejos de la capital, donde muchos malgaches llegan persiguiendo el espejismo de la vida fácil, descubrimos el paraíso: un país virgen con una naturaleza impresionante y una gente maravillosa: pobre pero bien alimentada gracias a la generosidad del entorno.

En Antsiranana nos alojamos en una especie de lodge, en la playa de Ramena, regentado por un militar francés retirado, excombatiente en Madagascar, que amenizaba nuestras noches con sus aventuras y las de su pareja, una china tan aventurera como él.

Compartíamos bungalow con una cantidad indecente de pequeños reptiles que se nos colaban hasta en el lavabo y convertían mis noches en un infierno, más que nada por el calor que pasaba dentro del saco de dormir. Temía que alguno perdiera pata y se me cayera encima cosa que, evidentemente no pasó.

Las mañanas eran maravillosas. Hacíamos vida con el sol y puesto que nos acostábamos en cuanto se ponía, nos levantábamos cuando salía. Mientras desayunábamos, escuchábamos como el mundo se ponía en marcha: ruido de agua fluyendo, alguien cantando, cacerolas en la cocina, los insectos desperezándose ........ todo ello amenizado con el desfile de mujeres que vestidas con sus ropajes multicolores se dirigían al mercado.

De la mano de un chófer, educado y prudente y un guía con aspecto de Chuck Norris africano, pero con una pasión por la naturaleza, que traspasaba cualquier límite que la lengua nos pudiera imponer, conocimos los alrededores de Antsiranana, el parque nacional d’Ambré y los tsingys del Ankarana.

Los recorridos con aquella pareja, por aquellos parajes en una pick up destartalada, constituyeron una experiencia inolvidable. La exhuberancia del paisaje y la transparencia de la gente contagiaron nuestro estado de ánimo. La soledad, la desconfianza o el miedo a enfermar habían desaparecido como por arte de magia. Porque todo era mágico, tan simple, que llenaba por completo.

Nos costó mucho despedirnos de ellos en Hankify. Toda la gente que, hasta el momento habíamos conocido en aquel país había tenido la virtud de convertirse en entrañable para nosotros y llegado el momento del adiós, no sabíamos como hacerlo, intentado transmitir todo nuestro agradecimiento por ello.

En Hankify dormimos en un “gallinero” que pertenecía a la casa de otro excombatiente francés casado con una guapísima malgache, bastante más joven que él. La casa estaba situada a orillas del Indico frente a una barcaza embarrancada. Al día siguiente, el hijo mayor nos llevó en barca a Nosy Bé, una pequeña isla situada al norte de Madagascar y que, en aquellos momentos constituía el punto más turístico del país.

Nos alojamos en un precioso hotel. Nuestro bungalow miraba al mar y allí conocimos a Jean Robert, sobre quien habíamos leído mucho antes de iniciar el viaje, por ser uno de los pocos malgaches que en aquel momento dedicaban sus esfuerzos a dar a conocer las maravillas de sus país en pro de la conservación de una flora y una fauna únicas en el mundo. Nos llevó en barca a su aldea, porque un tifón había destruido tiempo atrás la única carretera existente. Allí comimos tiburón recién pescado, fuimos testigos de cómo caza un camaleón y paseamos por la jungla entre boas y lemures.

Visitamos Nosy Komba y Nosy Tanikely, dos preciosas islas pobladas mayoritariamente por aves, lemures, reptiles y murciélagos!

Y de nuevo llegó la hora de partir. Esta vez la despedida era más dura, no solo por el hecho de decir adiós a la gente que habíamos conocido en Nosy Bé sino porque debíamos regresar a la capital. La experiencia del primer día en el país, relegada en nuestra memoria durante las maravillosas semanas vividas, se hizo presente de nuevo con tanta fuerza que durante todo el vuelo de regreso mantuvo nuestro estómago en un puño.

Por si fuera poco, llegábamos de noche y debíamos encontrar un alojamiento pero, de nuevo, la generosidad del país se hizo patente poniendo en nuestro camino a Roger, un taxista que no solo nos llevó a un hotel recién inaugurado y muy moderno sino que además se ofreció a acompañarnos durante los días que nos quedaban hasta regresar a Barcelona.

De su mano conocimos ahora toda la capital. Y tambien la vivimos. La vivimos con prudencia pero sin miedo. Y no es que Tana, como familiarmente la llaman los malgaches, hubiese cambiado, habíamos cambiado nosotros. Habíamos perdido el recelo abstracto y habíamos ganado confianza en la gente. Por supuesto que la pobreza, mucho más patente aquí que en el resto del país, seguía manifestándose ante nuestros ojos a cada paso, pero ahora ya dominábamos la impotencia. Habíamos aprendido que no podíamos hacer nada por solucionar de un plumazo los problemas de un país pero que una sonrisa y un gesto amable nos convertían en personas generosas y Madagascar nos había demostrado que la generosidad es contagiosa.

Sería necesario un gran libro para relatar con detalle todas y cada una de las anécdotas, describir a todas y cada una de las personas, y explicar con detalle todos y cada una de los nuevos conocimientos que adquirimos.

Regresamos sin equipaje pero cargados de buenos recuerdos. Con menos prejuicios y más tolerancia. Con menos impotencia y muchas ganas de contribuir a un mundo mejor. Habíamos conocido otro país, otra gente y otro tipo de vida y la experiencia había resultado adictiva. Lo repetiríamos.

Siento aquel viaje como el referente de mi vida por eso procuro vivirlo todo con entusiasmo, para ser correspondida de igual modo. No puedo evitar los malos momentos pero no me recreo en ellos. Y sobretodo pienso que el mundo está lleno de buena gente, quizás por eso tengo la suerte de estar rodeada de ella.

De esto ha hecho ya catorce años y aunque he visitado otros países igualmente interesantes, acumulando conocimientos, experiencias, anécdotas y buenos recuerdos, el referente de mi vida sigue siendo MADAGASCAR. Y puedo decir, sin temor a equivocarme, que el paraíso existe.

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